Cuando era niña, nunca le tomé tanta importancia a lo que sería de mí en el futuro. Solo quería jugar, divertirme y ver mi programa favorito cada sábado por la mañana.
Si lo veo en retrospectiva, viví un poco como un fantasma; no dejaba huellas al pasar.
Conforme crecí, mis sueños se volvieron más grandes; por ende, mis miedos también.
Cuando crecí, sentí con toda la intensidad, como solo un adolescente tímido, pero intenso, podría experimentar.
Tuve mi primer beso, las primeras situaciones incómodas en mi vida, mi primer enamorado y mi primera ruptura.
Mi primera “crisis existencial” también va a la lista.
Me sentí incompleta, poco agraciada, un toque incomprendida, como la mayoría podría haberse sentido.
Pero, a su vez, me sentí rodeada de amigos, parte de un círculo. Entendí la lealtad y la amistad que antes no llegaba a apreciar.
Sentí miedo por ser yo misma, por dejar mi esencia en cada palabra. Tuve miedo de sentir tanto, tan rápido e intenso.
Miedo de escribir porque me comparaba con el resto; con ese mundo de éxito, todas esas personas que tenían experiencia y fama. Esas que me doblaban la edad.
Sentí la presión de terminar el colegio, decidir una carrera, un camino.
Elegir el rumbo de mi vida. Sentí, de golpe, que mi “vida adulta” estaba a nada de empezar.
¿Llegamos a pensar qué tan crueles podemos ser al olvidar cómo se siente crecer en esta sociedad?
Tuve y sigo temiendo crecer.
Yo tuve un golpe en seco. Teniendo en cuenta que mi yo del pasado nunca se había preocupado, empecé a sentir las diferencias, la presión social que el mundo me exigía y lo mucho que yo anhelaba saborear el momento poco a poco.
Fue el año más caótico de mi vida, pero fue la edad en la que conecté con cosas que creí inexistentes.
Sentí libertad y, por supuesto, miedo.
Crecer, para mí, era desconocido; por ende, la mayor parte del tiempo sentí miedo.
Exploré un poco mi sexualidad, caricias llenas de temor y, al mismo tiempo, de curiosidad.
Mi imaginación y creatividad me mantuvieron a flote cuando “rompieron mi corazón”.
Supe lo que era querer a alguien más, pero ahora sé que nunca lo llegué a amar.
Confundí apreciar con amar, y di todo de mí para que me quieran con reciprocidad.
Doy por hecho que nadie te dice algo sobre esto. No te previenen del futuro incierto ni de cómo podrías llegar a sentirte por complacerlos.
Hay cosas que, sin duda, no hubiera hecho; hay tantas cosas que callé, lloré por no entender, pero es parte de crecer.
Ahora, teniendo la edad que tengo (si bien es cierto, no hay mucha diferencia), puede que mi mente haya quedado un poco atrapada en ese lugar.
Mis problemas pueden ser similares, pero no los mismos. Nunca serán los mismos.
Para mí, ser mayor puede llegar a ser una lucha constante entre el tiempo, mi cuerpo y mi mente.
A veces lo manejo, lo acoplo, puedo dejar de pensarlo y concentrarme en el presente, pero otras no tanto.
Vivimos en el futuro, que llegamos a olvidarnos del presente. Llegamos a estar ausentes.
Y nos estancamos en el presente, que olvidamos lo que depara el futuro.
Contradictorio, ¿no es cierto?
Somos muy duros con aquello que no vemos, que llegamos a olvidar lo que fue sentir con intensidad cuando éramos más jóvenes.
Al final de todo, puede que no se trate de olvidar cómo nos sentimos cuando tuvimos 16, sino de aprender a sentirlo de otra manera, de encontrarle forma sin encasillarlo.
Sí, el miedo fue parte de mi vida, pero no quiere decir que dependa de él; solo me hizo sentir más.